Capítulo I - Una lanza solitaria


“Solo puedo esperar que esta carta llegue a manos de mi señora, la princesa D'Almaria o, al menos, a las de alguien que sirva en su castillo.

Fui despachado junto con la Unidad VI, compuesta solo de humanos, para investigar y patrullar el río que limita su territorio al suroeste, el llamado “Canal de la Ira”.

Cuando llegamos hasta acá, el pequeño pueblo asentado en las riveras del Canal se hallaba totalmente abandonado. Cada edificio fue revisado y, si bien las construcciones no mostraban evidencias de haber sido dañadas en algún combate, pudimos ver restos de lo que parece ser sangre seca a lo largo de todas ellas. Las cantidades eran alarmantes, al menos en la opinión de quienes lo presenciamos. A pesar de no haber cadáveres, manchas tan abundantes permiten asumir la muerte de una gran cantidad de pobladores.

El ataque llegó durante el ocaso.

Como podrá asumir por el remitente de esta carta, el capitán Dragomir no sobrevivió, compartió el mismo destino que otros doce, asesinados de maneras que prefiero no describir por esta vía.

Las criaturas que nos atacaron parecen hechas de una carne gelatinosa con tonos purpúreos y no tienen una forma única, sino que parecen tomar mezclas de humano, bestia y otros seres que no pude descifrar. Sus movimientos, similares a los de un gusano enloquecido, parecían deformar tanto la luz de las antorchas como las sombras proyectadas por el fuego.

No vi humanos entre los enemigos, así que no he podido confirmar las sospechas de su alteza, princesa Himea.

Si se me permite la osadía, recomendaría una unidad de vampiros en este sector, pues a los humanos no se nos da bien la exploración ni el combate en plena noche.

Envío a nuestro jinete con el caballo más rápido para la entrega de este mensaje, por lo que yo y los dieciséis restantes nos dispondremos a resistir el embate enemigo de cualquier forma posible. Todos han jurado proteger este lado del río en nombre de su princesa, espero tenga esto presente.

                                                        Anatol Belodia”


Anatol entregó la carta a Flavius. Le hubiese gustado sellar el pergamino con cera y un símbolo oficial, pero una cinta de trapo sucio bastaría por ahora. Observó al jinete alejarse por el camino, perdiéndose en la oscuridad. Solo podía rogar que sus instintos le guiaran, cabalgar de noche era muy riesgoso. 

Se giró hacia el grupo y les observó reunidos en torno a la fogata dentro del viejo establo de una posada. Unos se ayudaban a ajustar los vendajes en torno a sus heridas, otros comían, bebían o charlaban. Más de alguno le dirigió una mirada atenta. Pero no, no pensaba tomar una posición de liderazgo, solo había escrito una carta. 

Su mente, sin embargo, se desvió hacia las motivaciones que le llevaron hasta ese momento. Hace un par de días pensaba que era afortunado de que la princesa D'Almaria recibiera a refugiados con la sola condición de que le jurasen lealtad. Después de haber perdido su hogar por las guerras y saqueos, esto era todo lo que tenía y, aun así, era difícil sentir completa esa gratitud cuando casi la mitad de sus compañeros yacían despedazados en otras partes del pueblo. Esas criaturas se habían metido por las bocas de las víctimas, como un líquido, y desde adentro de sus cuerpos habían expulsado varias espinas hechas de su propia masa corporal, destrozando hueso, músculo, piel e incluso armadura. Todavía podía escuchar el crujir de las costillas del capitán cuando uno de los monstruos salió por su pecho, abriéndolo como si fuera una escotilla y esparciendo sus órganos destrozados por el piso.

«Todos hablan de los héroes y las batallas épicas, pero nadie te cuenta del olor a mierda que sale de unos intestinos perforados», concluyó para sí.

Otra mirada alrededor del fuego. Cualquiera de ellos podía ser el siguiente, incluso él mismo. Intentó no darle más vueltas. Los turnos de guardia nocturna se asignaron espontáneamente y Anatol se fue a dormir. Para desgracia suya, fue de esas ocasiones en que el sueño se siente como un parpadeo que acaba de golpe, pues fue interrumpido por los alaridos de sus compañeros.

Una criatura saltaba de un lado al otro. Primero era una serpiente o gusano, luego un cuadrúpedo, luego una especie de insecto y, así, seguía cambiando su forma gelatinosa mientras evadía las armas de los presentes, que atacaban manteniendo la mayor distancia posible. Anatol se puso de pie como pudo y se aferró a su lanza, que había dejado junto a él antes de sentarse a dormir. El grupo intentó apuñalar a la bestia mientras protegían a aquellos ingenuos que habían decidido descansar sin armadura. En el vaivén de las armas, la entidad se vio acorralada y alguien logró herirla, lo que solo hizo que se agitara bruscamente. Todo el mundo se cubrió el rostro para evitar una muerte terrible, pero el enemigo en lugar de atacar había decidido huir fuera del establo.

Mientras el resto se aseguraba de revisar que nadie se encontrara herido o que la cosa se estuviese escondiendo en algún rincón, Anatol se puso la capa sobre los hombros, tomó una lámpara de aceite y salió al exterior. Apuntó la luz en distintas direcciones, pero no vio movimiento alguno, hasta que un pequeño reflejo en el suelo captó su atención. Un líquido oscuro manchaba el camino de tierra y parecía estar fresco.

«Debe ser su sangre o lo que sea que esas cosas tengan», pensó mientras cambiaba lentamente la posición de la luz, dejando en evidencia que las manchas de sangre formaban un rastro hacia el río. Avanzó con lanza y lámpara en mano. Anatol esperaba un ataque sorpresa o al menos dar con el paradero del monstruo herido, pero no. Sus pasos le llevaron hasta el puente de piedra, el cual era cruzado por los rastros sanguinolentos.

―El bastardo se fue al otro lado ―, maldijo.

Alguna extraña fuente de valor o estupidez debió despertarse dentro de él, pues nació en su interior la idea de seguir a la criatura. El recuerdo de las muertes que había presenciado hace unas horas le llegó de golpe nuevamente. Su idea era absolutamente arriesgada, pero estaba seguro de que si podía aprender más de esos monstruos, encontrar su escondite o evitar que otros sufrieran ese destino, entonces era la idea correcta.

«Juré lealtad a la princesa D'Almaria, creo que ésta es la mejor forma de servirle justo ahora», se dijo a sí mismo mientras cruzaba el Canal de la Ira. Dio una última mirada en dirección al viejo establo, visible gracias a la fogata en su interior. Debía tener fe en que sus compañeros soportarían hasta la llegada de los refuerzos de la capital.

Al otro lado del río ya estaba en tierra extranjera. La arboleda que rodeaba el camino se componía solo de árboles secos que parecían garras grises alzadas contra el cielo nocturno. 

Decidió concentrarse en el camino de sangre sobre la tierra. La luz reflejada sobre las manchas le recordó los ojos de la princesa, brillantes y profundos como dos amatistas. Todavía estaba clara en su mente la ceremonia en que los humanos refugiados como él fueron recibidos en el castillo para prestar juramento. En esa ocasión, su alteza Himea D'Almaria no había pronunciado palabra alguna, solo los había observado desde su trono, rodeada de sus vampiresas. Ellas iban vestidas de forma idéntica, todas con un vestido negro simple en diseño, pero fino en confección, además de llevar un velo sobre los ojos que también cubría sus cabellos. Se decía que la princesa solo quería que su Horda la observara a ella y más de alguno sufrió un escalofrío poco natural cuando en esa ocasión la princesa hizo contacto visual con quienes dirigían miradas a sus acompañantes.

Anatol sonrió para sí. Le parecía curioso y enternecedor que alguien con tanto poder pudiese experimentar celos provocados por criaturas inferiores y por comportamientos tan insignificantes. Quizá humanos y vampiros no eran tan distintos en naturaleza.

Los pensamientos agradables fueron interrumpidos. La arboleda y el camino habían llegado a su fin, desembocando en un pueblo que todavía dormía. Gracias al rastro que había seguido, no tuvo que buscar mucho para encontrar la puerta entreabierta de una capilla.

Apretó la lámpara, como si temiera dejarla caer, confirmó tener la espada al cinto y sostuvo la lanza con fuerza frente a sí.

Tuvo que tragarse sus miedos y decidió entrar.


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