Capítulo II - Lluvia de Sangre

  El interior del santuario no parecía muy amplio. Tenía dos corridas de bancas largas, en lo costados había figuras humanas hechas de piedra con un algunas velas todavía encendidas, varios pilares sostenían la estructura y al fondo de todo estaba el altar tras el cual probablemente se solía parar alguna autoridad religiosa. La iluminación desde abajo y el movimiento de las llamas parecía distorsionar los rostros de las estatuas, dándoles un aspecto poco tranquilizador.

«Dame la bendición de una noche silenciosa, princesa D'Almaria», decía en su interior mientras ingresaba al santuario. Cada paso que Anatol daba se sentía como una eternidad. No quería que las piezas de las grebas, u otras partes de la armadura, chocaran entre sí y alertaran de su presencia. En algún momento notó que incluso su respiración se había adaptado al ritmo de sus pasos.

No le costó retomar el rumbo, las manchas de sangre se arrastraban por el suelo empedrado e iban en dirección a una puerta entreabierta al fondo de la capilla, a un costado del altar. Con su marcha lenta, pero segura, avanzó en esa dirección preguntándose cómo una criatura podía sangrar tanto sin caer al piso.

La puerta daba a una escalera que descendía, pero él se detuvo bajo el marco de la misma. Había una respiración que no era la suya y venía desde arriba. Se agachó lentamente para depositar la lámpara sobre el piso y luego agarró la lanza con ambas manos. Intentando mantener el silencio, respiró hondo y luego exhaló. Si había algo, estaba esperando en el techo, al otro lado de esa puerta a medio abrir. 

No aguardó más, se abalanzó con su arma apuntando hacia arriba y ensartó a ciegas lo que fuese que se escondiera allí. Un chillido confirmó sus sospechas, el monstruo gelatinoso saltó hacia abajo e intentó escabullirse saliendo por la puerta, pero se detuvo cuando la luz de la lámpara le dio de lleno. De pronto sus movimientos enloquecidos eran tan lentos que no parecían naturales.

«¿Es por la luz?».

Aprovechó su oportunidad y volvió a apuñalarlo con la lanza. Esta vez la criatura emitió un ruido que parecía un grito de dolor entre humano, animal y otra cosa desconocida. Luego de eso, la cosa se deshizo en un líquido idéntico a la sangre del rastro que había seguido hasta allí. Le hubiese gustado tener un momento para analizar la situación, pero escuchó pasos que ascendían desde la escalera. El escondite más cercano parecía ser el altar del templo pero, temiendo que mirasen allí primero, decidió esconderse tras un pilar, del lado contrario al que apuntaba la luz.

―¿Pero qué…?, mira esto―, dijo una voz masculina.

―¿Quién fue?, ¿un aldeano? ―preguntó otro hombre luego de una pausa.

―Ni idea. Parece que le apuntaron con esto―, respondió el primero antes de darle golpecitos a algo metálico y hueco. 

        «La lámpara, asumió Anatol».

―Entonces ya saben de la luz―, añadió preocupado―. Espera, ¿subiste con la capa de D'Almaria?, serás imbécil.

El otro dejó salir una risa.

―¿Acaso crees que unos granjeros van a saber qué es un desertor?, además tengo frío.

―Da igual, quítatela, es un riesgo innecesario.

―Tch. Bien, pero tú limpias esto.

Los pasos se alejaron escaleras abajo. Anatol había escuchado de la preocupación por traidores o desertores. De hecho, la desaparición de algunos agentes en zonas fronterizas era lo que había motivado a su alteza a movilizar al resto de su Horda, pero si los rebeldes estaban vinculados con esas criaturas entonces esto era más que un simple caso de sublevación.

«¿Qué querría la princesa?, ¿desearía que le sirva castigando a los traidores o que los traiga ante ella para ser ajusticiados por su mano?».

El individuo que se había quedado empezó a moverse. Anatol alcanzó a asomarse para ver que entraba en una puerta igual a aquella por la que había llegado, pero del otro lado del altar. Decidió moverse rápido para seguirlo, pero la única luz era la de su lámpara abandonada en el piso.

Se desplazó lo más silencioso que pudo para ponerse tras otro pilar, pero el sonido de las piezas de metal golpeándose entre sí era inevitable. Le bastó asomar la cabeza una vez para darse cuenta del gran error que acababa de cometer. Desde la oscuridad de esa otra puerta dos puntos de color carmesí, al parecer ojos, le observaban fijamente.

―Así que no eras un aldeano―, dijo el desconocido acercándose lentamente. Cuando salió de las sobras y el destello de la lámpara de aceite le alcanzó, Anatol no tuvo dudas.

«Piel pálida, ojos rojos. No es un rebelde cualquiera, es un vampiro. ¿Cómo voy a enfrentarme a eso?».

―Su alteza es bondadosa―, intentó ocultar el miedo mientras le apuntaba con la lanza―, todavía estás a tiempo para arrepentirte.

El vampiro corrió en su dirección a una velocidad inhumana, tomó el arma y la sacudió con tal fuerza que Anatol salió despedido por el aire, solo un pilar detuvo su trayectoria. Por suerte cayó de costado, pues el yelmo se separó de su cabeza. Sin la pechera de acero seguro que tendría un par de costillas rotas, aunque eso no obstaba a que se había quedado sin aire producto del impacto.

―¿Dónde están los demás?

Habría querido mentir y decirle que cien soldados rodeaban el lugar, pero no tenía las fuerzas para responder. Atinó a desenvainar la espada, recuperar la respiración y guardar sus fuerzas para el siguiente ataque. El enemigo no esperó y saltó hacia él, aunque esta vez Anatol vio venir esas garras negras. Dejó salir un gruñido al momento que blandió el arma en forma oblicua hacia arriba, mutilando al menos tres falanges. Aprovechó el momento para salir de allí, correr hacia su lámpara y tomarla.

―Te voy a despedazar y no vas a ser más que comida ―, murmuró el traidor entre risas mezcladas con quejidos, sosteniéndose la mano herida.

―Mátame entonces ―contestó mientras se escabullía hacia una de las puertas.

Ésta no era otra escalera, sino una especie de cocina y comedor. El humano corrió hasta el fondo y dejó la lámpara de tal manera que iluminase la mayoría de la habitación, luego se reposicionó de manera tal que la gran mesa al centro de ésta quedase entre él y su oponente.

―Mala elección, no hay salida por aquí ―se mofó el vampiro.

Anatol empuñó la espada con ambas manos.

―No estaba huyendo.

Sabía que los vampiros no perdonaban ver su orgullo mancillado por humanos. La provocación fue efectiva, la frente de su oponente se arrugó y sus ojos estaban abiertos a más no poder. Tenía la intención de darle muerte allí y ahora.

―Esto no es nada ―enseñó la mano que ahora solo tenía dos dedos completos―, este corte será tu muerte.

La sangre de las heridas empezó a reunirse como si formasen nuevos dedos rojizos, pero no se detuvo allí, sino que las falanges carmesíes siguieron creciendo hasta llegar a más de dos metros, como dos grandes látigos hechos de sangre. Una sacudida de la mano hizo que estas nuevas extremidades se azotaran contra Anatol, quien intentó volver a cortarlas. Esta vez, la sangre que caía producto de los cortes no alcanzaba a tocar el suelo, sino que levitaba y volvía hacia el vampiro, ingresando a su cuerpo por la herida de aquel dedo que no había proyectado un arma de sangre.

«Ya veo, entra por allí y circula…».

Anatol comenzó a retroceder y dar la vuelta a la habitación mientras se defendía de los ataques. Recibió algunos cortes que, para su sorpresa, cortaron cota de mallas y carne como si fueran la piel de un durazno maduro.

―¿Qué pasa?, ¿ya sientes impotencia?, ¿buscando una salida?

No respondió. Había encontrado lo que necesitaba. Esta vez esperó a que ambos látigos atacaran simultáneamente, se hizo a un lado para evitarlos y romper sobre ellos su hallazgo, un recipiente de arcilla con más de un litro de un líquido aceitoso que estaba sobre uno de los muebles de cocina. Esperó al siguiente ataque, cortó ambas extremidades y aguardó a que esa sangre levitara.

«¡Bien, la sangre regresa mezclada!».

Anatol corrió hacia su lámpara, la tomó con la mano izquierda y se dirigió hacia el vampiro, quien parecía confundido desde su movimiento con la jarra rota. El humano estrelló la lámpara contra el cuerpo del traidor con todas sus fuerzas, rompiéndola y dejando salir la llama que, inmediatamente, hizo arder parte del líquido que todavía quedaba en los dedos cercenados, pero no se detuvo allí. Por el brillo bajo la piel, supo que el combustible estaba circulando por el cuerpo del vampiro mientras ardía. Gritos ahogados y sin aire fueron sus últimas palabras mientras se retorcía entre humo con aroma a carne quemada. Echó un balde de agua sobre el cadáver una vez dejó de moverse y le cortó la cabeza. A menos que alguien activamente lo intentase revivir, no regresaría por ahora.

        «Si hubiese sido otro líquido o simple aceite de cocina, no hubiese funcionado», meditó por unos segundos. Estaba vivo de pura suerte.

Sabía que necesitaba salir de allí, pero quería tener más información. Lo que sea que estuvieran haciendo los rebeldes debía llegar a oídos de la princesa. Su única opción ahora era descender por la otra puerta hacia el subterráneo. A falta de su rota lámpara, robó un candelabro de una de las estatuas de los santos.

«Seguro no lo extrañarán».

Avanzó escaleras abajo lentamente, no solo por el ruido, sino porque las velas podían apagarse fácilmente con poco de movimiento. El descenso era una espiral de escalones de piedra que eventualmente desembocaban en un pasillo más largo de lo que un par de velas alcanzaban a iluminar. 

Decidió echar un vistazo puerta por puerta. Cada vez que se asomaba por una, sentía que dejaba de respirar y que su corazón se detenía por un segundo. Si había acabado con un vampiro, era pura suerte, no quería enfrentarse a otro.

Antes de asomarse por la tercera puerta, escuchó voces.

―Bien, un poco de tu sangre acá. Eso, así mismo.

Anatol asomó un poco la cabeza. Todo estaba a oscuras dentro, pero los ojos ya se le estaban acostumbrando a la baja iluminación. 

―Ahora un poco de magia de sangre.

Un destello púrpura iluminó la habitación. Había dos individuos de pie adentro, mezclaban algo en un caldero y le daban la espalda. También vio una tercera figura, no sabía si humano o no, pero yacía sobre una mesa de piedra con la parte frontal del torso abierta y las entrañas al aire libre. Cuando el destello se apagó gradualmente, empezaron a salir mucosidades oscuras desde el caldero, no había duda de que eran las que habían atacado a su unidad.

―¿Ves?, así de sencillo, ahora hazlo por tu cuenta.

―Entiendo, aunque la verdad no me entra en la cabeza cómo crearían uno tan grande como para atacar el castillo.

―Ah, no, eso es otra cosa. Creación e invocación son magias distintas.

―Ya veo... Oye, ¿y Dominik?

―Se quedó limpiando algo arriba, debería ir a ayudarle ―, respondió e hizo una pausa para pensar―. Primero muéstrame que aprendiste a hacerlo por tu cuenta.

«Mierda, mierda, mierda».

Anatol se dio la vuelta. Se sintió ridículo caminando en puntillas lo más acelerado que pudo. A medida que subía por la escalera, aumentaba cada vez más su velocidad. Cuando llegó al salón principal del templo ya había empezado a correr. Se echó la capucha de la capa sobre la cabeza y salió del pueblo a toda velocidad. Tenía la información que necesitaba, ahora su única meta era sobrevivir hasta cruzar el río. El cielo todavía estaba oscuro y, a pesar de que el camino de ida fue largo, él se había separado de su grupo recién entrada la noche, por lo que todavía quedaban al menos unas cuatro o cinco horas para el amanecer.

«Presa perfecta para vampiros».

Pasaron los minutos y tuvo que dejar de correr. Caminó a marcha rápida mientras recuperaba el aire. Sentía los pulmones fríos, pero el deber le empujaba a seguir adelante. A ratos volvía a correr para cubrir más camino, pero debía parar intermitentemente.

De pronto, un ruido se sumó a sus jadeos.

«¿Ladridos?».

Se detuvo por unos segundos para ubicar la fuente del sonido. Logró escuchar ramas quebrándose bajo el peso de algo que caminaba entre los árboles. No era uno, ni dos sino más de cinco y, de vez en cuando, volvía a escuchar algo parecido a un perro.

«¿Lobos? ―, pensó, hasta que vio en la oscuridad los ojos rojos y escuchó un aullido cercano―. No, vampiros».

Se echó a correr con la poca energía que le quedaba. Sabía que no iba a escapar de una decena de vampiros siguiéndole, pero tampoco iba a derrotarlos en combate si se quedaba de pie. Quizá había sido demasiado atrevido, quizá debió huir de la capilla después de derrotar a ese tal Dominik… No, antes. La razón por la que le habían encontrado era precisamente ésa, su capa apestaba a carne quemada.

Desenfundó la espada sin detenerse. Si iba a caer, al menos heriría a alguno de ellos.

Uno de los lobos saltó desde los árboles e intentó morderle una pierna. Anatol le pateó la cara y siguió. Ya podía oír el río, estaba cerca.

«¿Cerca?, ¿de qué? Si los llevo con el resto, van a matar a toda la unidad».

Se detuvo en seco. Solo había una manera en que cumpliría con su deber, pero las posibilidades no estaban de su favor. Quizá era imposible.

―¡Vengan, cobardes! ―exclamó mirando a su alrededor. De seguro nadie más que él tenía miedo allí, pero sabía que el único momento en que un hombre puede ser valiente es cuando está asustado.

Uno a uno los lobos le rodearon y empezaron a cambiar a su verdadera forma vampírica. Anatol fue girando a medida que aparecían, intentaba no darle la espalda a ninguno, pero era imposible. Contó ocho vampiros en total, pero además venían acompañados de más de una docena de sus aberraciones gelatinosas.

Los ojos del humano oscilaban de un lado al otro mientras calculaba cuál atacaría primero.

Una nube cubrió la luna y Anatol levantó la espada para protegerse del primer movimiento brusco que vio, pero todos se detuvieron en seco. Escuchó un ruido nuevo, parecía el aleteo de un ave enorme. Cuando la luz lunar volvió a posarse sobre el camino vio a cada vampiro ser atravesado por una lanza carmesí que, una vez ensartada en sus víctimas, se abría y expandía, manifestando púas como si fuese una especie de copo de nieve rojizo. En cuestión de segundos, el camino se cubrió de sangre, huesos y vísceras. Las criaturas extrañas no fueron excepción, quedaron reducidas a manchas sobre la tierra.

De alguna manera estaba vivo. Deus ex machina le llamaban en la antigua Grecia a aquellas situaciones en que un dios descendía y resolvía un problema en una obra teatral. Alzó la vista hacia ese aleteo y contempló a la pálida diosa artífice de su salvación, con su cabello tan rojo como la rosa más oscura y dos amatistas brillantes por ojos. Enormes alas de murciélago salían de su espalda y unas poco visibles gotas de sangre decoraban la yema de sus dedos. 

        La princesa había derramado sangre para salvar a alguien como él.

    Anatol soltó la espada y cayó sobre una rodilla mientras sus ojos se llenaban de lágrimas contemplando a la dueña de su lealtad. Instantes después, todo se volvió oscuridad.

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